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Las Casas de los Rusos

Las Casas de los Rusos




de Robert Aickman

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Considerado por muchos uno de los más destacados autores ingleses de literatura fantástica de la segunda mitad del siglo XX, el londinense Robert Aickman siempre sostuvo que no escribía cuentos de terror, sino «historias de lo extraño» –así le gustaba definirlas–, relatos que tienen la rara virtud de sumergirnos en una tensa e inquietante atmósfera. Esta nueva entrega de su obra vuelve a constatar, como Cuentos de lo extraño (Atalanta, n.º 53), su gran talento para lo fantástico narrativo.


Las Casas de los Rusos
Las Casas de los Rusos
ISBN: 9788494523137 | 320 páginas | Rústica con solapas | Ed. Atalanta | 0.47 kg
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Los visitantes opinaron...

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Oscar Pons el 15 de octubre de 2018 opina:

Robert Aickman no escribía relatos de terror con sobresaltos. Tenía un estilo propio, en el que dejaba más huecos que explicaciones, con atmósferas inquietantes y extrañas, pero realmente no terroríficas, al menos desde mi punto de vista. Destaco sobre todo que están muy bien escritos (o traducidos), y da gusto sumergirse en su prosa.

Estos son los seis relatos incluidos en 'Las casas de los rusos' (2016), escogidos por la editorial Atalanta de varias ediciones originales:

La tolvanera. El protagonista es un oficial del Fondo de Construcciones Históricas, que se desplaza por unos días a la mansión de las hermanas Brakespear, un tanto extrañas y distantes. Pero lo que más le llama la atención, es la enorme cantidad de polvo que hay por todos lados. Este relato es el que más me ha gustado, tanto en su narración como en su ambiente gótico.

Las casas de los rusos. La historia está narrada por un anciano a unos jóvenes, y trata sobre unos extraños hechos que le acaecieron en Finlandia hace años. Otro estupendo relato.

No más resistente que una flor, trata de un matrimonio en el que la esposa, imbuida por el marido, se obsesiona por un tratamiento de belleza. Relato corto algo flojo.

En edad de crecimiento, es un extraño relato sobre una madre que vive aterrorizada por el crecimiento en tamaño de sus gemelos. No me ha gustado, no he llegado a entrar en la historia.

Ravissante. Un pintor de poco éxito relata lo que le sucedió en Bruselas cuando conoció a Madame A. La historia avanza de manera desasosegante mientras esta le va enseñando una serie de extrañas pinturas y esculturas. Bastante bueno.

Las manchas. Stephen, que ha enviudado hace poco, decide visitar a su hermano, que es párroco en una pequeña población. Durante un paseo por las montañas, conocerá a una misteriosa y peculiar joven. Desde el principio el lector se da cuenta de que subyace algo siniestro tras esta joven, o más bien, tras su padre. Buen relato.


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victorderqui el 27 de diciembre de 2016 opina:

Deslumbrante reseña, Miguel. Bravo. Suscribo al cien por cien. Muchas gracias.

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9
miguel matesanz el 26 de diciembre de 2016 opina:

Reseña publicada en La Ventana de la Agencia, 19 de diciembre de 2016:

Vamos a despedir este 2016 con uno de los libros más gozosos que se ha publicado durante el año. Despidámonos todos y celebremos esta docena de meses tan parecida a las anteriores: igual de triste y de desesperanzada, con un país tan inmóvil y encogido como un sargazo podrido, a pesar de todas las mentiras y sandeces con las que intentan levantarnos los ánimos. En medio de este panorama tan desalentador, uno de los pocos consuelos que nos quedan (a los pocos que disfrutamos con los libros) es la lectura: el portal dimensional más barato y divertido que existe, el que comunica directamente nuestro lamentable mundo real con cualquier destino que deseemos escoger, porque hay apeaderos para todos los gustos.

El que les propongo hoy para cerrar el año es de los menos visitados, muy poco conocido a este lado del portal dimensional, quizá sea un destino más adecuado para aquellos que han terminado hastiados de los centros turísticos más visitados y desean encontrar parajes más solitarios, incluso insólitos. Porque las convenciones y las modas son aburridísimas, los lugares comunes resultan pueriles y la rutina narrativa acaba matando cualquier clase de emoción. Por suerte, Robert Aickman nunca fue un escritor convencional, ni se dejó seducir por el cansino canto de las modas, ni escribió una sola frase rutinaria a lo largo de su carrera. Lo suyo no tenía nombre concreto ni definición, por más que algunos lo hayan metido con fórceps en el cajón de la literatura de terror. Lo suyo, en palabras del autor, eran las historias de lo extraño, no sólo en cuanto al argumento sino también en lo que se refiere a la forma de afrontar la narración.

Este libro contiene seis relatos, cuatro de ellos de una extensión considerable y otros dos un pelín más cortos. Los dos primeros (La tolvanera y La casa de los rusos) son puro Aickman. Cuentos de apariencia muy clásica que, poco a poco, con la sutil y muy calculada incorporación de elementos inquietantes, terminan por convertirse en historias muy diferentes a cualquier otra, con una capacidad de alterar nuestro estado de ánimo de forma inesperada y sin ninguna explicación aparente. Esto último es lo más perturbador: la prosa de Aickman es tan fluida y suave, tan civilizada, parece tan perfectamente hilvanada, que cuando nos termina angustiando intentamos comprender qué ha pasado, por qué se nos ha quedado tan mal cuerpo, y nos cuesta entenderlo y sentimos un vértigo que se parece al miedo, pero que no es del todo simple miedo, sino la honda desazón de enfrentarnos a algo que no comprendemos del todo aunque tengamos una intuición o sospecha, una intuición que puede ser aún más espantosa que las simples palabras que acabamos de leer.

El truco, cómo no, está en explicar lo justo, y lo justo en literatura siempre es lo mínimo posible, por no decir prácticamente nada. Un escritor no es un explicador, y debería dejarlo ahí, porque en una reseña como ésta las explicaciones sobran. Un escritor cuenta una historia, no la explica. Éste debería ser el primer mandamiento de la Ley de un escritor. Ya sé que más del noventa por ciento de las novelas que se publican hoy en día están escritas por explicadores, pero ese porcentaje tan brutal no me interesa, me interesan los escritores, los que respetan al lector y su inteligencia, los que respetan el texto, la narración, porque sólo desde el respeto a tu propio relato puedes ganarte el respeto de los demás (aunque éste apenas importe, porque en este oficio sólo importa el texto escrito, ni los lectores, ni los editores, ni los críticos, ni las firmas de libros, ni las entrevistas, sólo el texto, la narración pura, aquí no necesitamos explicaciones, muchas gracias pero no).

Los que hayan sido padres y se hayan visto desvelados en mitad de la noche por la pesadilla de un bebé entenderán a la primera de lo que hablo. Cuando apenas somos un cachito de carne desvalida, a veces gemimos en sueños, con angustiosos hipidos y una espantosa desazón. Sólo somos eso, un cachito de carne desvalida, no tenemos conceptos ni palabras con los que nombrarlos, no podríamos explicar nuestro espanto mientras dormimos. A ese bebote que fuimos (y que todavía somos en lo más profundo de nuestro sistema operativo) es al que Aickman le cuenta sus historias. Sin explicación alguna, porque no puede haberla, porque no hay palabras que sirvan para explicar nuestros miedos más íntimos. Aunque nos creamos la gran cosa, seguimos siendo un cachito de carne desvalida y, en todo momento, lo extraño se cierne sobre nosotros para arrebatarnos la vida que creemos poseer.

Afortunadamente, Aickman también afronta sus historias con mucho sentido del humor (No más resistente que una flor, En edad de crecimiento y Ravissante son tres muestras geniales) y con metáforas sexuales potentísimas y muy mal intencionadas (mucho cuidadín con las tijeras de cierta viuda y ojito a la relación entre la pobre Millie y su querido tío Stephen, por mucho que yo mire a un lado y a otro en busca de otro autor capaz de escribir páginas tan pasmosas y aceradas, me cuesta mucho encontrarlo, qué grande es Aickman). Para cerrar el volumen, ahí está Las manchas, uno de los mejores cuentos jamás escritos, una joya luminosa y terrible, una demostración de lo conveniente que es no dar explicaciones cuando cuentas una historia. Podría leer este cuento una vez al mes en lo que me queda de vida y no cansarme nunca. Este relato es lo que siempre busco cuando abro un libro.

Y ya está. Se nos acaba el año. Cerramos un poquito La Ventana para que no entre el frío y ya estamos poniendo el mantel en la mesa y un ojo en nuestros canapés preferidos. Que disfruten del descanso del guerrero, queridos, y que las sombras, por unos días, dejen de cernirse sobre nuestros corazones. Levanto mi copa de margarita con tamarindo (no pienso beber otra cosa estas navidades) y brindo por nuestro lamentable sargazo podrido. Algún día puede que las sombras dejen de cernirse sobre él. Algún día quizá deje de ser un inmenso DEBE con intereses obscenos en la cavernosa contabilidad de las Sombras.

Mientras tanto, al menos durante estas fiestas, hagamos lo que deberíamos hacer siempre: vivamos felices, explicaciones cero.

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